domingo, 11 de enero de 2015

William Shakespeare: El hombre, su época y su producción literaria

Las obras de William Shakespeare son quizá, hoy día, junto con la Biblia, los clásicos más leídos, más traducidos, más estudiados e indudablemente los más amados en el mundo anglosajón y unos de los más admirados fuera. ¿El secreto de su vitalidad y univer­salidad? 

Difícil resumirlo en una respuesta simple. En parte emana de la armonía y madurez con que sus personajes actúan sin dejarse condicionar "a priori" de lo que es justo, ni manipular por el autor, irguiéndose con problemáticas que surgen de lo profundo de su modo de pensar en un lenguaje coherente, poético, rico, vital. Todos sus héroes son únicos e irrepetibles; Shakespeare sabe encontrar lo especial que hay en cada uno, "viviendo pues desde su autenticidad", es­tando siempre presente en ellos "el temple de la vida".

No es de extrañar, pues, el estado de ánimo de un Peter Brook cuando exclama que aún hoy en nuestros días: We are faced with the infuriating fact that Sha­kespeare is still our model.1

Romeo y Julieta, Ótelo, Hamlet, Macbeth, el rey Lear, Falstaff, etc., son personajes que nos hablan desde dentro, desde lo más hondo de su situación existencial: ciegos de amor, consumiéndose de celos, agitados por la duda, devorados por la ambición y el remordimiento, debatiéndose entre el bien y el mal en el amor paterno filial, ebrios de fanfarronería, etc., y le que es más sorprendente e inquietante, sin ninguna finalidad moral prefijada.

Congresos, simposios, libros y críticas han proliferado en todas las épocas, ocupándose del hombre y de escritor; las opiniones y las interpretaciones de la vida y obra shakesperiana existen, por tanto, para todos los gustos.

Como hombre, ha sido considerado un personaje enigmático, debido al hecho de no disponer de ningún material autobiográfico. Esto es cierto, sin embargo todos los eventos importantes de su vida están cons­tatados en el archivo parroquial de Stratford: fecha de bautismo, licencia de matrimonio, bautismo de los hijos, fecha de su entierro.

Se sabe que nació en 1564, en un pueblecito del condado de Warwick, en el corazón geográfico de In­glaterra, Stratford-on-Avon, que en aquella época no sobrepasaba los 2000 habitantes y era un centro de] mercado y ferias. Contaba además con un hermoso puente sobre el río Avon, una escuela de cierto rango y una magnífica iglesia - la Santísima Trinidad -, cuya hermosa cancela y esbelta torre se reflejan en las tranquilas aguas del río. Allí fue bautizado y enterrado Shakespeare.

El padre, John Shakespeare, provenía de Snitterfield, un pueblecito a 5 km al norte de Strafford, don­de era arrendatario de una finca de Robert Arden, un hidalgo de la zona, padre de ocho hijas, la menor de las cuales, Mary, se convertirá en su esposa en 1556, una vez que él se haya labrado un porvenir como arte­sano y comerciante en Strafford. Las cosas le fueron bien y llegó a ser propietario de una manufactura de guantes, una de las actividades mejor vistas de la época, como nos lo demuestra el hecho de que este gremio fuera uno de los más florecientes y poderosos. Más tarde amplió su actividad con el comercio de cuero, lana, carne y trigo. Al mismo tiempo se iba convirtiendo en uno de los ciudadanos de más prestigio de Stratford, pues llegó a ser alguacil, interventor, chambelán, re­gidor y alcalde. La pareja tuvo cinco hijos, el tercero de los cuales fue William. Es de suponer que, como hijo de tan ilustre ciudadano, gozara de una buena educa­ción y asistiera de los 8 a los 11 años a la escuela de gramática latina, donde leería a Plauto, Terencio, Vir­gilio y los prosistas latinos que lo introducirían en la historia antigua, mientras que la sensibilidad y el sentido de lo bello, la fascinación de un mundo fan­tástico lo debería a las Metamorfosis, de Ovidio. Obras éstas que debió leer en latín, pues el libro de texto era la gramática de Lily, a la cual hará referencia en un pasaje de Las alegres comadres de Windsor, y ésta exigía no sólo leer en latín sino hablar, escribir versos, pronunciar discursos, etc., lo que contradice en gran parte la calificación de "campesino ilustrado" que al­gunos han querido ver en él.

¿Qué hizo Shakespeare desde los 11 a los 18 años? Hay quien opina que quizás ayudó a su padre en su actividad; quien afirma que debió trabajar en un estu­dio legal y quien cree que fue maestro rural. Lo cierto es que a los 18 años se casa con Ann Hathaway, joven de 26 años, 8 mayor que él y que estaba encinta de 4 meses. A poco nació su primera hija, Judith, y tres años más tarde los gemelos Susanna y Hamnet. Esta boda precipitada y el supuesto desdichado incidente ocurrido en 1586, en la que fue acusado de cazador furtivo en la finca de Sir Thomas Lucy, han dado pie a algunos para atribuirle una juventud turbulenta. 

Se­gún la leyenda este incidente lo espoleó para componer unas estrofas venenosas que encolerizaron a Sir Thomas, y por las que tuvo que poner tierra por medio abandonando sus medios de vida y su familia, huyen­do a Londres. Algunos biógrafos sostienen que Sha­kespeare fue un "emigrante" pues debido a la depresión económica en las pequeñas ciudades muchas personas marchaban a Londres, donde existía un verdadero auge mercantil, favorecido por la política expansionista de la reina Isabel; Shakespeare, sin oficio fijo, sería uno de estos que fueron a probar fortuna. Otros creen que se marchó porque se ahogaba en el ambiente pueble­rino de Stratford y porque no se llevaba demasiado bien con la mujer; y quienes afirman que se unió a una compañía itinerante de actores de paso por Stratford. 

No tendremos noticias suyas hasta 1593, en que re­aparece ya famoso y admirado en el mundillo teatral londinense. Lo demuestra el bagaje respetable de alusiones, críticas y elogios de sus contemporáneos como actor y dramaturgo. Posiblemente cuando llegó a Londres tuvo que desempeñar diferentes oficios para subsistir, antes de que se pudieran representar las obras que aún tendría que escribir, y el de guardián de caballos en la puerta del teatro tuvo que ser uno de los primeros. El puritano Ayuntamiento de Londres había prohibido los teatros en la ciudad por considerarlos semillero de vicios y malos ejemplos que corrompían a los aprendices de la ciudad y los inclinaban a la moli­cie y la lujuria. Esto obligó al mundo de la farándula a instalarse al otro lado del Támesis, fuera de la juris­dicción de la ciudad y la molestia de sus alguaciles. Allí acudía cada tarde una masa pintoresca de aficionados y picaros en carruajes, a caballo o a pie, según los medios económicos, y la alegre algarabía cruzaba los escasos puentes que unían las dos orillas. A la vera de los teatros, una multitud de pilletes y jóvenes sin blanca ofrecían cuidar de los caballos mientras dura­ba la función. Quiere la tradición que Shakespeare, recién llegado a Londres, se ganase así la vida. Tanto destacó por el celo que ponía en su trabajo que el nú­mero de clientes fijos creció y al fin hubo que contra­tar a otros muchachos para que lo ayudasen a guardar los caballos a él confiados. Mucho tiempo después, cuando ya Shakespeare había alcanzado fama y posi­ción social en Londres, los guardadores de caballos a la puerta de los teatros seguían denominándose "los mozos de Shakespeare", en recuerdo quizá de aquella humilde actividad del dramaturgo.

Londres era por esa época "el corazón palpitante de un país ahora completamente despierto". La reina Isabel había conseguido una política de "balanza del poder" que había dado sus buenos frutos. En el inte­rior unidad y paz, desarrollo cultural y económico. En el exterior un continuo desafío a la política española mediante la ayuda a Flandes, los golpes de mano pi­ratas, la ejecución de María Estuardo y la afortunada destrucción de la Armada Invencible, donde los buques ingleses demostraron su mayor maniobrabilidad. La ciudad contaba con cerca de 150.000 habitantes cuando Isabel subió al trono; a su muerte esta cifra se había doblado. El Támesis era su arteria vital, la que daba unidad a su aglomeración; en la orilla norte era donde se alzaban los edificios más importantes y lo más denso de la población urbana. La corporación muni­cipal de Londres era bastante severa, como hemos visto, y Shakespeare hará referencia a ellos en muchas de sus obras, llamándolos "tiranuelos", así que las zo­nas suburbiales se expandían rápidamente fuera de su jurisdicción. En esta periferia se encontraban muchas posadas, cuyos patios sirvieron en Londres para al­bergar las primeras representaciones dramáticas, como la White Hart Inn = posada del "Ciervo Blanco" en Southwark, "La cabeza de Jabalí" en East Cheap o "la Sirena" en Cheapside.

También es probable que Shakespeare ingresara en una compañía de actores a poco de su llegada a Lon­dres y allí se forjara como actor y autor. Las compa­ñías estaban formadas por grupos de unos 8 actores al amparo de algún noble que les brindaba su nombre y patrocinio, compartiendo entre ellos los riesgos y participando en las ganancias. Además tenían dos o tres aprendices o chicos para los papeles femeninos y para los secundarios pagaban a algunos novicios; como uno de éstos empezaría Shakespeare. Las compañías presentaban sus obras en Londres durante el otoño y el invierno, y al llegar la primavera salían a recorrer el país. En ellas se forjaron hombres de grandes cuali­dades, que asumían las responsabilidades de los principales papeles y ayudaban al montaje de la obra, como el gran William Kemp, que según la leyenda in­trodujo a Shakespeare en el mundo del teatro y formó con él en la misma compañía hasta 1599.

El teatro inglés empezará su período de auge du­rante el reinado de Isabel I con los "actores de la Rei­na". Hasta ahora las compañías eran severamente controladas y sus temas y modelos clásicos no atraían al público. La tragedia de Gordobuc, de Thomas Nor­ton y Thomas Sackeville, de inspiración senequista, con sus efectos truculentos y una nueva forma de versifi­cación, el verso blanco o suelto, entusiasmará a los espectadores, que se sentirán identificados con un lenguaje actual, pero con la fuerza y la sugestión del verso. Pronto no hubo fiestas sin representación dra­mática y los grandes señores rivalizaron en disponer de un buen ramillete de actores.

En 1594 se creó la compañía de actores de Lord Chamberlain, a !a que perteneció Shakespeare durante toda su vida teatral, incluso después de muerta la rei­na Isabel, cuando pasó a ser la Compañía Real, con Jacobo I. Esta compañía estaba integrada en realidad por un equipo de actores-autores. El repertorio era muy variado. Cada tarde se ofrecía al público una obra diferente. Si la obra fracasaba ya no se volvía a escenifi­car. Si por el contrario gustaba, se reponía a interva­los de dos o tres días. Una obra de mucho éxito podía muy bien representarse unas diez o doce veces en un mes. Este sistema exigía unos actores muy entrenados y ocupadísimos en los ensayos.

Al representarse cada tarde una obra distinta, al actor le quedaba poco tiempo para grandes representaciones. Se cuenta incluso que había actores tan hábiles que, dándoles el argumento, eran capaces de improvisar el diálogo de la obra conforme se iba desa­rrollando la acción. No debe extrañarnos pues que los autores, y Shakespeare no fue una excepción, no se preocuparan demasiado por la obra escrita ni por hacerle las debidas correcciones para la imprenta.

Lo cierto es que, para 1594, Shakespeare ya era apreciado en la corte, fue publicado su poema "Venus y Adonis", y ya era famoso como escritor de comedias. Así lo atestigua el rencoroso comentario de un colega me­nos afortunado que él, Robert Greene, quien en carta dirigida a otro escritor se queja amargamente de ser pagado con avaricia y falta de respeto, poniéndole en guardia contra los actores y contra el éxito de un ad­venedizo: "No, no os fiéis de ellos. Porque ahí tenéis a un presuntuoso pajarraco que se embellece con nues­tras plumas, que, con su corazón de tigre metido en pellejo de cómico, se cree a sí mismo capaz de escribir el verso blanco como el mejor de nosotros y converti­do en un perfecto Juan Factótum se las da de ser el único «agita-escenas» del país".

A este periodo pertenece su primera tragedia, Titus Andronicus; sus comedias, The Comedy of Errors, The Taming of the Shrew, The Two Gentlemen of Verona; sus obras históricas Henry VI (en tres partes) y, posible­mente, Richard III.

En 1594 Shakespeare se une a la compañía de Lord Chamberlain's men, a la que pertenecía Richard Burbage, actor trágico por excelencia; William Kemp, có­mico; John Heminge y Henry Condell, futuros managers de la compañía y editores del First Folio. Las co­medias de este período presentan una maravillosa armonía y están llenas de poesía: A Midsummer-Night's Dream, Romeo and Juliet, Love's Labour's Lost, The Merchant of Venice; mientras que sus tragedias anti­cipan la futura madurez: Richard II, Richard III, Henry IV, The Life and Death of King John. Las cosas le iban muy bien. A su padre se le concede un "escudo de armas" por sus servicios como alcalde, honor que había solicitado 30 años antes, pero se le concederá ahora gracias en parte a la importancia de su hijo, que a su vez comprará New Place, la mejor casa de Stratford.

La apertura del teatro Globo, en 1599, marca un cambio en la producción de nuestro dramaturgo; ahora escribirá sus siete grandes tragedias: Julius Caesar, Hamlet, Othello, King Lear, Macbeth, Antony and Cleopatra y Coriolanus.

Los biógrafos de Shakespeare han tratado de expli­car este gusto por la tragedia a causa del estado de ánimo en que lo dejó la misteriosa "Dama Morena" de sus Sonetos, pues cuentan la historia de una amistad íntima con un hombre de clase social superior, hablan de riñas y reconciliaciones, de un poeta rival y de un asunto amoroso con una mujer infiel. Pero como ni el amante ni la dama morena, han podido ser identifica­dos, no es material aceptable como evidencia biográfi­ca. Ciertamente Shakespeare debe haber sufrido un proceso de transformación, pero no necesariamente como consecuencia de su desilusión o amargura, sino más bien a causa de la cálida humanidad de su re­ceptiva madurez para recrear e imaginar la más trági­ca intensidad de las pasiones humanas, valiéndose de su legendario dominio de la lengua inglesa.

No hay que olvidar, sin embargo, que Shakespeare escribía sus obras a menudo "a medida" de los actores que iban a representarlas, o al menos los tenía muy en cuenta. Entre 1605 y 1608 la compañía debió te­ner un chico bien dotado para el retrato de mujeres emocionales y malvadas, para el que concibió Sha­kespeare los personajes de Lady Macbeth, Goneril y Cleopatra. En 1610 sucedió a éste otro chico con en­cantos de jovencita adolescente, a propósito para los papeles de Marina, Imogen, Perdita y Miranda. Esto quizás explique el retorno a la comedia en el último período del dramaturgo.

El incendio del teatro Globo, en 1613, marca el fi­nal de la carrera artística y dramática de Shakespea­re. En 1611, cuando nuestro dramaturgo estaba en la cúspide de su fama y madurez creadora, le dice adiós a la escena con The Tempest, una obra en la que el ma­go Próspero, al dejar sus atributos mágicos, transparenta al propio Shakespeare dejando la pluma.

El mozalbete que hubo de huir de Stratford regre­saba rico y famoso a su patria chica, donde le espera­ba su mujer, sus nietos y sus propiedades. En Strat­ford fue donde invirtió la mayor parte de sus ganancias, quizá para alardear de la nueva prosperidad de los Shakespeare ante sus paisanos, que vieron arruinar­se a su padre.

Sin embargo el genial dramaturgo pudo gozar por poco tiempo de su retiro: murió cinco años después, cuando contaba 53 de edad. Lo sepultaron en la parte norte del presbiterio de la iglesia de Stratford, donde todavía se conserva su busto funerario en una horna­cina de la pared con la siguiente inscripción, en latín e inglés, una loa exaltante de su genio:

Detente caminante, ¿por qué vas tan aprisa? Lee, si sabes, a quién puso la muerte envidiosa en este monumento: ¡A Shakespeare! Aquel con quien murió la fresca naturaleza. Su nombre es ornamen­to de esta tumba mucho más de lo gastado en ella, pues todo cuanto ha escrito deja al arle viviente como mero paje al servicio de su genio. Murió el año del Señor de 1616.



Siete años después de su muerte, John Heminge y Henry Condell, actores y amigos de Shakespeare, de­cidieron editar la primera colección de obras del ami­go, el llamado "Primer Folio", por su formato y para distinguirlo del 2º, 3º y 4º que siguieron en los años 1632, 1663 y 1685, los cuales se basan siempre en el anterior. Aquí incluyeron 35 de las 36 que ellos atri­buían a Shakespeare.


Obras de Shakespeare
Dramáticas
1590-91
Enrique VI (2° y 39 partes)
1591-92
Enrique VI (le parte)
1592-93

Ricardo III
La comedia de las equivocaciones
1593-94

Tito Andrónico
La fierecita domada
1594-95
Los dos caballeros de Verona
Trabajos de amor perdidos
Romeo y Julieta
1595-96
Ricardo II
Sueño de una noche de verano
1596-97
La vida y muerte del rey Juan
El mercader de Venecia
1597-98
Enrique IV (Ia y 2a partes)
1598-99
Mucho ruido y pocas nueces
Enrique V
1599-1600  
Julio César
Las   alegres   comadres   de   Windsor
(Falstaff)
Como gustéis
Noche de Epifanía
1600-01
Hamlet
1601-02
Troilo y Cresida
1602-03
A buen fin no hay mal principio
1604-05
Medida por medida
Ótelo
1605-06
Macbelh
El rey Lear
1606-07
Antonio y Cleopatra
1607-08
Coriolano
Timón de Atenas
1608-09
Pendes
1609-10
Cimbelino
1610-11
Cuento de invierno
1611-12
La tempestad
1612-13
Enrique VIIP
Dos nobles parientes2
Líricas
Venus y Adonis
La violación de Lucrecia
Querellas de una amante
El peregrino apasionado
Sonetos para diferentes aires de música
El fénix y la tórtola
Sonetos

Líricas


Venus y Adonis
La violación de Lucrecia
Querellas de una amante
El peregrino apasionado
Sonetos para diferentes aires de música
El fénix y la tórtola
Sonetos


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OBRAS COMPLETAS VOLUMEN 1

(INCLUYE HAMLET, OTELO Y ROMEO Y JULIETA ENTRE OTROS)

Citas pie de página.
1 Hemos de enfrentarnos con el exasperante hecho de que Shakespeare es todavía nuestro modelo.
2 De atribución dudosa. Es posible que Shakespeare sólo colaborase en ellas.


martes, 25 de noviembre de 2014

Homenaje a Oscar Wilde, fallecido el 30 de noviembre de 1900

Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde (Dublín, Irlanda, 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30 de noviembre de 1900) 
Oscar Wilde nació en Dublín en 1854. Hijo del cirujano Sir William Wilde y de la escritora Jane Francesca Elgee. Estudió inicialmente en el ilustre Trinity College, de Du­blín, trasladándose después a Oxford para proseguir su  formación con ayuda de una beca. Pronto se revela como un joven sensible y amante de lo bello.
Acabados sus estudios, marcha a Norteamérica como conferenciante experto en el renacimiento inglés del arte. Ya ha dado a la imprenta un libro de poemas y una obra teatral, llena aún de inmadurez. Pronto se muestra Wilde como un sutil e irónico crítico del conformismo victoria-no, partiendo de las operetas de William Gilbert y Arthur Sullivan, que satirizaron en el Teatro Sayoy de Londres las costumbres y los personajes de aquella época.
Nuestro joven autor admira profundamente a John Ruskin, uno de los mejores prosistas ingleses y extraordinario crítico de arte. Con todo, su principal influencia le viene de Théophile Gautier, poeta y novelista francés, que había desarrollado la teoría de «el arte por el arte», defendida posteriormente por Wilde. El esteticismo y la sátira de costumbres constituyen, pues, el eje que articula sus prin­cipales obras narrativas (El crimen de Lord Arthur Savile) y sus apoteósicos éxitos teatrales (Una mujer sin importan­cia, Un marido ideal, Salomé, La importancia de llamarse Ernesto).
Oscar Wilde representa la encarnación viva y el reflejo literario del ideal del dandysmo. Es de señalar que, en Inglaterra, el dandy, que literalmente significa «elegante», «refinado», asume en cierto modo el papel que en Francia desempeña el bohemio. Hay, empero, una notable diferen­cia, en cuanto a movilidad social se refiere, que ha sido apuntada por Arnold Hauser: el dandy inglés es el intelec­tual burgués que asciende desde su clase a otra superior, mientras que el bohemio francés es el artista que ha des­cendido a un nivel proletario. No obstante, la elegancia exagerada y la extravagancia del dandy constituyen el «equivalente funcional» de la depravación y la disipación del bohemio. En suma, el dandy y el bohemio represen­tan la encarnación de la protesta contra la rutina, la trivia­lidad, la frivolidad y la superficialidad de la vida burgue­sa, contra su economicismo antiestético, contra su confor­mismo ante unas leyes sociales establecidas que regulan unas vidas grises y mediocres.

La adopción del esteticismo como norma de vida y como exigencia literaria supone un tomarse el arte con una seriedad inédita en la historia, si exceptuamos tal vez a algunos autores clásicos griegos y romanos. Y es que, con toda certeza, nunca, como en Wilde, el artista se había tomado tanta molestia en escribir hábilmente versos cincelados, unas frases perfectamente articuladas, una prosa intachable. «Nunca la "belleza" —escribe Hauser—, el elemento decorativo, lo elegante, lo exquisito, lo precioso, desempeñaron un papel tan grande en el arte; nunca se practicó éste con tanto preciosismo y tanto virtuosismo.» Buscar la belleza hasta en lo trivial o aportarla a ello es la misión superior a la que Wilde se dedica, misión en la que la apariencia externa regalada y amable no puede impedirnos ver la dosis de autoascetismo que exige.
Autodisciplina aristocrática; arte sometido a sus pro­pios cánones, sin otra finalidad que el culto a la belleza y a la perfección, más allá de toda moral, «más allá del bien y del mal». Wilde lo dejó dicho en uno de sus escritos ensayísticos (Intenciones): «Las diversas formas espirituales de la imaginación tienen una natural afinidad con ciertas formas sensibles del arte; y discernir las cualidades de cada arte, intensificar tanto sus limitaciones como sus fa­cultades de expresión, es uno de los fines que la cultura nos señala. No es un sentido moral mayor, ni una mayor vigilancia lo que la literatura reclama de ustedes. Real­mente, nunca debería hablarse de un poema moral o in­moral; los poemas están bien o mal escritos: eso es todo. Y en realidad, todo elemento moral o toda referencia implí­cita a un modelo de bien o de mal en arte, es con frecuen­cia el signo de una cierta imperfección de visión, una nota discordante en la armonía de una creación imaginativa, pues toda obra buena tiende a un efecto puramente artístico.»
Esta fusión de ética y estética tiene ilustres precedentes en la filosofía británica. No es el momento de insistir en ello; sí de reseñar, empero, la crítica que un gran vitalista —Nietzsche— hizo en El ocaso de los ídolos de ésta teoría de «el arte por el arte». El pensador alemán concedería a esta teoría la exigencia de amoralidad en el arte, pero cri­ticaría la idea de que éste carece de finalidad, de que es una finalidad en sí mismo. «Luchar en contra de que el arte tenga una finalidad — escribe Nietzsche— equivale a luchar contra la tendencia moralizante en el arte, contra su subordinación a la moral. El arte por el arte significa "¡que se vaya al diablo la moral!" No obstante, incluso esta hostilidad revela el papel preponderante que desempeña el prejuicio. Aunque se haya excluido del arte la prédica moral y el perfeccionamiento del hombre, todavía no se sigue de ello, ni mucho menos, que el arte en cuanto tal carezca de finalidad, de objetivo, de sentido; en suma, que sea el arte por el arte (es decir, la pescadilla que se muer­de la cola).
La pasión sin más afirma: "¡Es preferible no tener nin­gún fin que tener un fin moral!" Pero el psicólogo, en cambio, pregunta: ¿Qué es lo que hace todo arte?, ¿no ala­ba?, ¿no glorifica?, ¿no selecciona?, ¿no destaca? Con todo eso, el arte refuerza o debilita determinadas valoraciones... ¿Es esto algo marginal, azarístico, algo en lo que no parti­cipa el instinto del artista? O, por el contrario, ¿no es todo esto la condición previa de la capacidad del artista...? ¿Tiende el instinto básico del artista hacia el arte, o tiende más bien hacia el sentido del arte, hacia la vida, hacia un ideal de vida? El arte es el gran estimulante de la vida: ¿cómo puede concebirse en términos de algo carente de finalidad, de objetivo, de "arte por el arte"?»
Con todo, el esteticismo de Wilde trasciende el ámbito teórico, va más allá de los cánones a los que se ajusta su producción literaria; se refleja en su peripecia vital, en una existencia intensamente vivida y apurada hasta la hez. En este aspecto, el impacto de Pater en Wilde es evi­dente; su evangelio no fue otro que el breve texto que Pater escribió sobre el Renacimiento. En él se hacía vigen­te la concepción heraclítica de la realidad y de la vida como un fluir constante, como un devenir que sólo se puede captar en virtud del instantáneo relampagueo de una sensación, que se desintegrará para avivar una pasión cada vez más intensa y exquisita. La vida es sólo un ins­tante limitado de estos momentos de éxtasis supremo: tiene un final, y, por ello, hay que vivirla y apurarla al má­ximo, en un estado constante de intensa exaltación. Este esteticismo que Wilde bebió en Pater, en Keats y en Swin-burne representa su grandeza y su miseria. Este estilo de vida marcará sus años brillantes y frenéticos de Nortea­mérica, Londres y París.
Cuando Wilde cumple treinta años se ve enfrentado a serios problemas económicos. Ello le obliga a contraer rápidamente matrimonio por meras conveniencias. Su es­posa será Constance Mary Lloyd, hija de un miembro del Consejo Real, dotada de los medios de fortuna requeridos. La nueva familia fija su residencia en Londres, y pronto su modesta pero elegante casa del barrio de Chelsea se con­vierte en lugar de cita de literatos y artistas.
Durante estos años Wilde se dedica al periodismo, a dar conferencias y a frecuentar reuniones sociales donde pronto se le conoce tanto por la brillantez de su ingenio como por su comportamiento retadoramente amoral. Es el momento de su vestimenta extravagante, de la apari­ción de su novela El retrato de Dorian Gray, de su polé­mica periodística con motivo de esta obra, de sus inimita­bles gestos y expresiones en los salones de Londres, y del inicio de sus amistades equívocas con jóvenes artistas. Empero, a los dos años siguientes de su boda, le nacen respectivamente un hijo y una hija. Wilde se dedica con ahínco a su oficio de escritor. Su prosa es impecable, sus dotes de narrador extraordinarias. A esta época pertenece la redacción de los cuentos que aparecen en este volu­men: El fantasma de Canterville, El príncipe feliz, El ruise­ñor y la rosa... Su vida es un vaivén, continuo, casi compul­sivo, en el que siempre se espera de él la frase ocurrente, la actitud brillante, el despliegue rápido y espectacular de un ingenio desbordante, el triunfo literario apoteósico y espectacular. Trata a Mallarmé, a Lorrain, a Moréas, y hasta deja encantado al alcoholizado Verlaine, en un viaje relámpago que realiza a París.
En 1892 estrena su gran obra teatral: El abanico de Lady Windermere. Gran éxito de crítica y abundantes beneficios económicos. En los tres años que le siguen, Wilde se acre­dita como comediógrafo excepcional. El narrador pasa a segundo plano, mientras brilla con luz propia el Wilde au­tor teatral. Su fama le sitúa a la altura de otro gran comediógrafo del momento: Bernard Shaw. Nuestro autor sa­borea el vino dulcísimo de la gloria, la fama y la estima­ción pública.
Estamos en el otoño de 1891. Wilde conoce a un estu­diante de Oxford que cuenta veintiún años de edad. El afamado autor de cuarenta y cuatro años inicia con el ca­prichoso Bosie una amistad que le llevará a la ruina moral y económica. Una vida apasionada, movida exclusivamen­te por el impulso del placer momentáneo, le niega el sosiego que requiere la creación artística. Convierte la pe­ripecia de su vida en un reto que lanza contra la intransi­gencia de la sociedad victoriana, en una constante osten­tación de violar las normas de su rígida moral. Wilde es un escritor burgués que triunfa mientras sus extravagan­cias le resultan soportables a la clase dominante, pero tan pronto como su sátira y su burla empieza a molestarla, le elimina de una forma despiadada y cruel. A una sociedad mediocre y acartonada le resulta difícil perdonar la críti­ca impertinente, la puesta en escena de sus ridículos personajes, la denuncia de su hipócrita moral. Sin embar­go, hay algo de Wilde que la sociedad de su tiempo no es capaz de asimilar: su indudable talento, su ingenio, sus magníficas aptitudes para el relato y la comedia teatral.
El padre del joven amigo del escritor insulta a Wilde en público, acusándole de «alardear de sodomita». Este le lleva ante los tribunales, pero el indignado aristócrata sale absuelto del juicio. Se inicia, por el contrario, un pro­ceso judicial contra el escritor al que se condena a dos años de trabajos forzados «por cometer actos sumamente indecentes con otras personas del sexo masculino». La irritada aristocracia inglesa no duda en recurrir a vaga­bundos, delincuentes y chantajistas a la busca de pruebas testificales que lleven a Wilde a prisión. Se retiran de los escenarios sus obras teatrales y se dejan de imprimir sus libros. En mayo de 1895 ingresaba el novelista en la cárcel de Reading a cumplir una condena vejatoria y humillante que hubo de agotar en toda su integridad.
De profundis es la única obra que Wilde escribió en su celda, y constituye un testimonio asombrosamente since­ro de este triste episodio de su vida. Se trata de una larga carta que dirige a su inconsciente amigo. La epístola es un grito de dolor contra la irracionalidad del mundo, hon­damente sentida desde la desesperanza y la humillación que termina desembocando en una paz resignada. Esta es la dolorosa conclusión a la que llega Wilde en sus años de cárcel y que trata de transmitir al infiel Bosie: el valor y la belleza del dolor. Singular proceso éste, que va desde la vivencia lúcida y sin objeto de la vida a la necesidad de darle un sentido al sufrimiento.
Tras su liberación en 1897, Wilde abandona definitiva­mente Inglaterra. Se ha convertido en otro hombre: ahora es un ser asustadizo, receloso, hondamente marcado por las privaciones de la prisión. Se establece en un pueblecito costero francés buscando la soledad. Con el nombre falso de Sebastián Malmoth, deambula por Nápoles. Vuel­ve a encontrarse con su amigo Bosie, ante la indignación de sus amigos y de su esposa, que le retira la pensión que le pasaba y que le impide ver a sus dos hijos. Poco des­pués marcha a París sumido en una extraordinaria mise­ria. Su talento parece haberse apagado para siempre. Los primeros síntomas de una enfermedad, que ha hecho me­lla en él, son fomentados por un uso desmedido del alco­hol. Había dicho: «Fui durante bastante tiempo el más feliz de los hombres, y por eso debo ser ahora el más des­graciado.» Quienes en sus épocas gloriosas se disputaban su relación, le rechazan ahora. Wilde es ya sólo una som­bra de sí mismo. Su salud se sigue resintiendo a causa de una meningitis mal tratada.
En el otoño de 1900 es sometido a una operación qui­rúrgica. Nada puede hacerse ya. En noviembre de ese año, Wilde agoniza sumido en la morfina y en el alcohol. Habi­ta en un modesto cuarto de un hotel de París. Allí recibirá resignado la muerte. Triste final para uno de los escrito­res más brillantes de habla inglesa, gloria de las letras universales.
Algunas Obras de Oscar Wilde
Wilde, además de ilustre comediógrafo, fue un excelen­te narrador. Pocas veces se ha conseguido una prosa más impecable, una mezcla tan exquisita de humor, ironía, sentimentalis­mo, sentido dramático y emoción contenida.

El fantasma de Canterville es quizá el más conocido de estos cortos relatos. El autor describe el contraste entre el carácter práctico, realista y seguro de sí mismo del nor­teamericano y la impresionabilidad y el temperamento asustadizo de los ingleses. Un rico americano compra un antiguo castillo en Inglaterra y allí se instala con su esposa y sus cuatro hijos. La ilustre mansión está habitada por el tradicional y consabido fantasma, el cual ha sembrado el terror entre los moradores desde hace cientos de años. Sin embargo, todos los recursos terrorífi­cos del fantasma se estrellan contra el sentido utilitario de la nueva señora de la casa y contra las diabluras de sus dos hijos menores, un par de traviesos gemelos que gas­tan multitud de bromas al pobre espectro. El relato está sembrado de pinceladas de humor inolvidables. Al final, la intervención de la hija de la familia proporciona al atri­bulado fantasma un eterno descanso.




En El cumpleaños de una infanta evoca Wilde el ambien­te de la corte real española en una época imprecisa que podría corresponder a los últimos Austrias. El cuento re­salta, en este caso, el contraste entre el carácter capricho­so e insensible de la infantita y la personalidad de un grotesco pero bondadoso y tierno enano que acude a ani­mar con sus bailes la fiesta de cumpleaños de la ilustre damita. El monstruoso enano vive el eterno drama del in­dividuo con un gran corazón encerrado en un cuerpo ridículo que inspira risa. El cuento finaliza con la muerte del desdichado personaje ante la actitud impasible de la inconsciente infanta.
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Un carácter más legendario y mágico reviste El pesca­dor y su alma. Su tema gira en torno a un joven pescador enamorado de una seductora sirenita, por la que está dis­puesto a deshacerse de su alma, condición indispensable para consumar su unión. El pescador recurre a un sacer­dote, a unos mercaderes y a una bruja para que le ayuden a conseguir su objetivo. Separada del cuerpo del pescador y sin su corazón —pues éste se ha negado a entregárselo para poder amar con él a la sirenita—, el alma emprende largos viajes a lejanas tierras durante tres años consecuti­vos. A su regreso, cuenta sus aventuras a su antiguo pro­pietario. Al final, el pescador se siente esclavo de su alma, un alma que, al no tener corazón, se muestra despiadada y cruel. La muerte del enamorado, víctima de su amor por la sirenita, pone punto final a la narración.

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El príncipe feliz es uno de los relatos más breves, pero quizá también el más entrañable. En este caso resalta Wilde igualmente la contraposición entre el mundo materia­lista, engreído y poco imaginativo de los concejales y profeso­res de una ciudad y la actitud generosa y sensible de la estatua de un príncipe y de una golondrina. El príncipe insta a la golondrina para que vaya desprendiendo poco a poco los ricos atavíos que adornan su estatua y lleve su oro y pedrería a los necesitados de la ciudad. Entregada a semejante labor, la golondrina retrasa su emigración a Egipto donde había de pasar el invierno y termina mu­riendo de frío. A su vez, la estatua del príncipe feliz, desprovista de sus preciados ornamentos, se convierte en un objeto antiestético, por lo que los miembros del conce­jo ordenan su fundición. El incombustible corazón de plomo del príncipe, junto con el cadáver de la golondrina, son llevados por un ángel al Paraíso como «las dos cosas más valiosas de la ciudad».

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El ruiseñor y la rosa presenta también puntos de contac­to temático con los relatos anteriores. Un estudiante está enamorado de una caprichosa joven, quien le pone como condición para bailar con él el regalo de un ramo de rosas rojas. Pero en el jardín del estudiante no hay una sola rosa de este color. La pena del enamorado encuentra eco en un generoso ruiseñor, que, tratando de alegrar al mucha­cho, accede a cantar con el pecho apoyado en las espinas de un rosal, para qué la sangre de su corazón tina de rojo el blanco de sus flores. Muere el pajarillo, y cuando el es­tudiante lleva a su amada la hermosa rosa roja pagada a tan alto precio, la coqueta desdeña el regalo y desprecia al animoso galán.

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El cuento que cierra este libro es El amigo fiel. El autor narra aquí la explotación que un interesado molinero hace de un joven que le tiene por un excelente amigo, has­ta llevarle a la muerte. Escrito en clave de fábula, con animales parlantes, Wilde se evade a la hora de extraer la moraleja. Pero leídos todos los cuentos, a excepción del primero, los cinco restantes dejan en el lector el sabor amargo de un sacrificio infructuoso. Mueren los genero­sos, los nobles y los enamorados, ante la mirada fría de una sociedad insensible, pragmática, caprichosa y engreí­da. Wilde deja entrever ese tono de amargura, de desenga­ño incurable, que alcanzará su máxima expresión en el testimonio epistolar de su De profundis.

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Tumba de Oscar Wilde



lunes, 24 de noviembre de 2014

BIENVENIDOS

Bienvenidos a este blog en el que trataremos temas de lengua y literatura universal orientados fundamentalmente a la enseñanza.

A través de este blog propondremos un espacio de recursos educativos para que los alumnos de Primaria, ESO y Bachiller encuentren autores, obras y además de gramática española.

Esperamos que os guste.